lunes, 28 de diciembre de 2009

Testigo de futbolista

Sería imposible contabilizar los goles que he visto, contado o narrado en mi vida. De verdad imposible. Si cada semana veo completos o highlights de unos 50 partidos, en los cuales se anotan en promedio 2 goles bajita la mano, y eso lo he hecho durante 22 de mis 27 años de vida, estaríamos hablando de más de alrededor de 120 mil goles... sin contar repeticiones.

Por lo mismo, hablar de alguno en particular sería terriblemente egoísta y estúpido. No sabría si elegir el que más he festejado (el de Hermosillo vs. el León), el primero que tengo en la mente (del Yayo vs. Cruz Azul en la Final del 87), el que más me ha dolido (el de Glaría en el Azul), o el más bello que he visto (el de Hugo vs. el Logroñés).

Es un hecho que para hablar de un gol, forzosamente se debe haber vivido la experiencia de meter uno. Hay algo orgásmico en meter un gol, aunque sea en cascaritas, aunque sea en el FIFA, aunque sea con un Frutsi relleno con Sanitas. Es una microrealización personal, que adquiere más peso específico de gloria mientras más importante sea la ocasión. Liberación de endorfinas y recepción de placer en una misma acción. Y es un tanto tonto, porque un gol es metafísico, porque, ¿qué coños tendría de especial que un balón esté de un lado de la línea y no del otro?

En ello no reparábamos Toño y yo cuando jugábamos en el garage de La Casa de la Bugambilia, teniendo como porterías la puerta de la cochera, y la pared de la cocina, sin importar que las cuatro esquinas de la cancha no formaran un rectángulo sino un romboide. En nuestras porterías no había línea qué cruzar, simplemente había que chocar la pelota para contabilizar el gol. Y se valía chicle, entonces los partidos eran a 100 goles y con la posibilidad de meter varios consecutivos si el otro se quedaba pajareando: drible por la izquierda, tiro y 2-1, 3-1, 4-1, 5-1!! y el despeje del defensa...

Algunas veces llegábamos a ir al parque de las Arboledas, el de Pilares, pero estábamos supeditados a la presencia de un adulto. Y sí era más chingón, porque la concepción de la cancha era más real tan solo por el pasto, pero también por los árboles fungiendo de postes, y porque un gol ahí sí era un gol, no un remedo de gol. Un gol que dolía más porque si entraba la bola a tu portería, tenías que ir a buscarla hasta donde se fuera, humillado ante el pie del contrario.

Los fines de semana, en La Cañada, uno se levantaba a las 6 de la mañana para que diera tiempo de jugar lo suficiente antes de ir a misa de 1. O sea, unas 5 horas, más o menos. Al principio eran piedras los postes, y después mi tío Carlos mandó hacer unas porterías de ensueño. Y ya más grandecitos, íbamos de casa en casa en el pueblo recolectando chamacos para armar el partido en grande, con orgullo de por medio.

Realmente era imposible para mí pensar en otro oficio que no fuera uno de dos: futbolista o testigo de futbolista. Pero como para lo primero dependía de muchos otros factores, pues no me quedó más que la segunda. Y ahora vivo de eso, contando, escribiendo, incluso maquilando goles, unos con más cariño que otros, unos en vivo, otros en la tele, otros en YouTube, y unos incluso desde los cables de las agencias noticiosas. Cómo no vivir agradecido con el gol, si desde hace casi 8 años me da de comer. Cómo no emocionarme, no encenderme, ilusionarme o entristecerme, si de goles se ha construido mi vida. Ésa que se sigue de frente de a 2.3 goles por minuto, de a más de 6 mil por año.

Sin contar repeticiones.

3 comentarios:

  1. Este post, en sí mismo, es un gol. Bárbaro.

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  2. ¿Por qué omitiste aquel del Piojo, aquel del Gansito, aquel del Temo, si tanto los llegamos a platicar? Todos en 2005. Jajajaja

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  3. Me pongo de pie por todos los que quieren y aman el futbol. Crack

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