Por alguna razón, la gran mayoría del alumnado de la carrera de Comunicación en la Ibero entra con la necesidad de sentirse "intelectual". Y como en los primeros semestres ese concepto es muy incierto (también en los siguientes y en los últimos), uno trata de construir una imagen mediante lo que Dios le da a entender.
Aplicadito en las previas etapas escolares, yo sabía que no podía salirme del perfil... pero nada más. El resto era perfectamente nebuloso: cómo vestirme, cómo hablar, cómo caminar, cómo ligar. Para todo había dudas y experimentos. Eso sí: por alguna razón, yo asumía que un intelectual tenía que rechazar la tecnología y apelar a lo artesanal antes que nada. A la carta antes que al mail. Al molcajete antes que a la licuadora. Al revelado antes que al pixel.
Y por eso mismo, yo decidía no tener celular.
No me pregunten por qué demonios relacionaba esa decisión con una identidad que realmente se forjaba con muchas otras cosas. A principios de la década, traer celular respondía a una necesidad utilitaria más que de status o pertenencia. Claro, tenerlo no era tan común como ahora, pero el mercado de la portabilidad todavía no era explotado. Estamos hablando de una época en la que nos sorprendía un ringtone de la rola de Rocky, pasado por bluetooth. En ese entonces, el bluetooth era casi casi magia negra.
Así, yo sólo cargaba celular cuando "salía de noche". Mi jefa me prestaba un tamaño tabicón operado por Iusacell que prendía y apagaba únicamente para decir "má, ya llegué". O "má, ya es la una y media, ya voy para allá". Pero era por obligación. Por convicción, me negaba a adquirir un dispositivo móvil que profanara ese espíritu filosófico que yo quería forjar poniendo atención a las clases donde me enseñaban el pensamiento griego. ¡Eso sí que era intelectual! ¿Tecnología? ¿Quién la necesita? Los griegos no tenían celular.
Llegó segundo semestre y yo mantuve mi postura. Hasta que un día mi hermano HMI renovó su plan y le dieron un nuevo equipo. Por lo tanto, su diminuto Samsung con tapita quedaba desempleado. ¿Por qué no te lo quedas? Naaa, no gracias, ya sabes que yo no uso celular. Cabróooon, úsalo, no tiene nada de malo. Este... no no. Ah ya gueee. Mmmmñññrrr...
Y ahí comencé a usar celular. Primero le ponía una tarjeta de 100 pesos al mes. Pero descubrí los adictivos mensajitos y pronto tuve que duplicar la cuota. Algo de encanto tenía portar una aparatejo que de repente sonara con la música de Rocky, o bien, como un teléfono antiguo. Y que tú te apartaras de la mesa para "tomar la llamada".
Después comencé a sentir un ansia culpable por el momento en que mi hermano renovara de nuez su contrato para que me pasara su "nuevo" teléfono. Así sucedió otro par de años hasta que usó Nextel. Se acabaron las renovaciones (para él y para mí). Entonces... tuve que...
Comprar un celular.
Aaaah, eso sí. Yo, intelectual de la Ibero de cuarto semestre, no podía irme con el consumismo barato para adquirir el más fancy de los celulares. "No lo necesitaba". A mí me bastaba el más básico. Un Samsung planito, blanco con azul, que no tenía la menor gracias. Sí, ése. Iba conmigo. Yo, el intelectual, con un celular de los basiquitos.
Por ahí de quinto semestre, metí la materia "Comunicación y Tecnología", con Gaby Warkentin, quien en su primera cátedra derrumbó todos los mitos que yo me había empeñado en construir durante dos años. Se arrancó con la premisa de que todos suponíamos que la tecnología y sus derivados como los robots, computadoras y los maléficos celulares eran inhumanos. Cierto, muy cierto, ¿no? Nos aislan, nos corrompen, nos transforman.
A partir de ahí comenzó a tejer una serie de silogismos brutales, que abatieron todas mis estructuras "intelectuales". Una tras otra, tras otra. La culminación de esa clase fue letal. Algo así como "si el hombre se ha dedicado durante toda su existencia a construir la tecnología, entonces al revés. No hay cosa más humana... que la tecnología".
Pum.
Corte a siete años después. Un servidor ha pasado del Samsung chafín, a la Palm con Unefon, al Sony Ericsson cotorrón, al Sony Ericsson de la Bratz, al Sony Ericsson que perdí en una peda... a la Blackberry.
Ahora checo resultados en ESPN desde mi cel, y tuiteo sin parar minuto a minuto desde las bodas. He traicionado por completo al yo que entró a la universidad. Sí, ¿y qué?
Soy inmensamente feliz.
Aplicadito en las previas etapas escolares, yo sabía que no podía salirme del perfil... pero nada más. El resto era perfectamente nebuloso: cómo vestirme, cómo hablar, cómo caminar, cómo ligar. Para todo había dudas y experimentos. Eso sí: por alguna razón, yo asumía que un intelectual tenía que rechazar la tecnología y apelar a lo artesanal antes que nada. A la carta antes que al mail. Al molcajete antes que a la licuadora. Al revelado antes que al pixel.
Y por eso mismo, yo decidía no tener celular.
No me pregunten por qué demonios relacionaba esa decisión con una identidad que realmente se forjaba con muchas otras cosas. A principios de la década, traer celular respondía a una necesidad utilitaria más que de status o pertenencia. Claro, tenerlo no era tan común como ahora, pero el mercado de la portabilidad todavía no era explotado. Estamos hablando de una época en la que nos sorprendía un ringtone de la rola de Rocky, pasado por bluetooth. En ese entonces, el bluetooth era casi casi magia negra.
Así, yo sólo cargaba celular cuando "salía de noche". Mi jefa me prestaba un tamaño tabicón operado por Iusacell que prendía y apagaba únicamente para decir "má, ya llegué". O "má, ya es la una y media, ya voy para allá". Pero era por obligación. Por convicción, me negaba a adquirir un dispositivo móvil que profanara ese espíritu filosófico que yo quería forjar poniendo atención a las clases donde me enseñaban el pensamiento griego. ¡Eso sí que era intelectual! ¿Tecnología? ¿Quién la necesita? Los griegos no tenían celular.
Llegó segundo semestre y yo mantuve mi postura. Hasta que un día mi hermano HMI renovó su plan y le dieron un nuevo equipo. Por lo tanto, su diminuto Samsung con tapita quedaba desempleado. ¿Por qué no te lo quedas? Naaa, no gracias, ya sabes que yo no uso celular. Cabróooon, úsalo, no tiene nada de malo. Este... no no. Ah ya gueee. Mmmmñññrrr...
Y ahí comencé a usar celular. Primero le ponía una tarjeta de 100 pesos al mes. Pero descubrí los adictivos mensajitos y pronto tuve que duplicar la cuota. Algo de encanto tenía portar una aparatejo que de repente sonara con la música de Rocky, o bien, como un teléfono antiguo. Y que tú te apartaras de la mesa para "tomar la llamada".
Después comencé a sentir un ansia culpable por el momento en que mi hermano renovara de nuez su contrato para que me pasara su "nuevo" teléfono. Así sucedió otro par de años hasta que usó Nextel. Se acabaron las renovaciones (para él y para mí). Entonces... tuve que...
Comprar un celular.
Aaaah, eso sí. Yo, intelectual de la Ibero de cuarto semestre, no podía irme con el consumismo barato para adquirir el más fancy de los celulares. "No lo necesitaba". A mí me bastaba el más básico. Un Samsung planito, blanco con azul, que no tenía la menor gracias. Sí, ése. Iba conmigo. Yo, el intelectual, con un celular de los basiquitos.
Por ahí de quinto semestre, metí la materia "Comunicación y Tecnología", con Gaby Warkentin, quien en su primera cátedra derrumbó todos los mitos que yo me había empeñado en construir durante dos años. Se arrancó con la premisa de que todos suponíamos que la tecnología y sus derivados como los robots, computadoras y los maléficos celulares eran inhumanos. Cierto, muy cierto, ¿no? Nos aislan, nos corrompen, nos transforman.
A partir de ahí comenzó a tejer una serie de silogismos brutales, que abatieron todas mis estructuras "intelectuales". Una tras otra, tras otra. La culminación de esa clase fue letal. Algo así como "si el hombre se ha dedicado durante toda su existencia a construir la tecnología, entonces al revés. No hay cosa más humana... que la tecnología".
Pum.
Corte a siete años después. Un servidor ha pasado del Samsung chafín, a la Palm con Unefon, al Sony Ericsson cotorrón, al Sony Ericsson de la Bratz, al Sony Ericsson que perdí en una peda... a la Blackberry.
Ahora checo resultados en ESPN desde mi cel, y tuiteo sin parar minuto a minuto desde las bodas. He traicionado por completo al yo que entró a la universidad. Sí, ¿y qué?
Soy inmensamente feliz.
JUDAS.. HAS TRAICIONADO A LA CAUSA!
ResponderEliminar(Mensaje enviado desde mi Blackberry)
Jajajaaaaa
ResponderEliminarMi primer celular me lo regalo mi mamá (literata) porque mi hermana (musica) se compro uno y le paso el viejo.
Y que conste que yo soy el hermano mayor, el ingeniero que sabe de tecnologia y que mi mamá tuvo que rogarme un rato.
Despues resulto de que el celular se murio y mi madre me compro otro. Tubo la delicadeza de facturarlo a mi nombre para que fuera mio-mio y hasta pudiera deducirlo de impuestos.
El ultimo ya lo compre yo, me costo $390.
Eso de los tabus sobre la tecnologia son bien simpaticos, alguna vez Elena Poniatowska declaro que actualmente ya se podia hablar de los programas de television (desde noticieros hasta tevenovelas) porque hace 20 años un intelectual no perdia el tiempo en la caja boba.
Saludos
Y te faltó decir del Facebook, mamador? Claaaaro, ya sé que dirás: "Noooo, yo me refería a subir fotos al FB". NADA!, FACEBOOK al fin y al cabo!
ResponderEliminarEntiendo toda la primera parte y todavía no me adapto a la segunda. Tengo celular porque lo paga la empresa donde trabajo. El plan que pago lo tiene Cyn pero no hemos cambiado el aparato en seis años, a decir verdad no sabemos ni cómo hacerlo. Soy antitech, por primitivo porque soy de tracción animal todavía, porque soy de pilas D de la gordas. Mi primer ipod llegó el octubre, pero no lo he usado más de dos veces, ya no lo tengo, me lo decomisaron en casa. Ojalá un día me ponga al corriente, porque sino seré algo más rato que un teléfono de disco o un cassette de 8tracks.
ResponderEliminarYo soy tan pro-tecnología como mi humanismo lo permite. Me caen bien los gadgets si y sólo si son para promover la cercanía, el diálogo y la convivencia.
ResponderEliminarEstar en una fiesta donde los asistentes se enajenan twitteando lo bien que se la están pasando, mientras ignoran al resto de los enajenados, me parece patético.
Yo, como Sócrates, sé que nada sé. Y por eso tengo blackberry pero sin conexión a internet.
Mi querida Miranda, tener un black sin internet es como andar con Pamela Anderson para platicar.
ResponderEliminarA ver:
ResponderEliminarBlack sin internet = celular común y corriente.
Black sin internet = loser!
me vale y me tiene absolutamente sin cuidado la estereotipada etiqueta de loser que me aplican bajo el argumento de una macrotendencia.
ResponderEliminarLa tecnología comienza con resignificar el sentido y la utilidad de las herramientas. A mi la blackberry me gusta por el tecladito. No tener internet portátil es la experiencia más liberadora del mundo.
Lo mío es microtendencia tolerante e incluyente. ¿Lo suyo?
hablando de tendencias...
ResponderEliminarblackberry = loser
;)
yo soy intolerante, pero buen pedo.
tú tienes un blackjack de samsung, con internet pero sin mucho crédito.
Y yo llego a la conclusión de que no somos nada...jajaja!
ResponderEliminarAcabo de ver en amazon un libro de ciento y tantas páginas sobre cómo usar twitter...ay no mamar, mejor que se dediquen a buscar la cura de la cruda no?
pues yo opino que todo en exceso es adictivo y sumamente innecesario... gracias!
ResponderEliminar(aplausos)