viernes, 17 de julio de 2009

¡Al paredón!




Mi cabello es una extraña mezcla entre cerdas de cepillo barato para fregar pisos, el mar embravecido de la película "La tormenta perfecta" y un campo de futbol de la unidad habitacional CTM Culhuacán.

Es un cepillo porque es grueso, de un color pardo, impeinable, si lo cortas demasiado se eriza como púas de puerco espín. Es lacio como ninguno, jamás he sabido lo que es el ondulado natural de un rizo.

Es como el mar en la tormenta porque tengo dos malditos remolinos, uno en cada extremo de la coronilla, como si fueran la corriente de dos excusados, uno girando normal y otro como si fuera de baño japonés, haciéndolo en sentido contrario. Obviamente dichos maremotos hacen que mis pelos se paren como a Manolín.

Y es un campo de futbol de la unidad habitacional CTM Culhuacán, porque un trabajo que tenía me provocó tal calma espiritual y confort, que se me comenzó a caer a pedazos en zonas poco comunes como en medio del copete y la nuca, en lo que el dermatólogo calificó como alopecia nerviosa por estrés. Parezco perro con sarna.

Por eso y muchas cosas más, diría el insigne Luis Aguilé, sólo he tenido un peluquero en toda mi vida. El mismo durante casi 40 años. Él permite que con todo y lo horrendo de mi mata, sea yo, yo como quiero verme, como siento que soy congruente con mi apariencia.

Fernando es un afable señor como de unos 68 años, pero aparenta 50. Delgadísimo, correctísimo, un verdadero mago de la tijera. Él le comenzó a cortar el pelo a mi papá hace 45 años en un local que está en Vertiz frente al Parque de los Venados. Cuando nació mi hermano ahí fue su primer corte, y cuando nací yo, por lo consiguiente, pasé por la navaja y el peine del buen Fer.

Se ha cambiado tres veces de local y lo seguimos como groupies. Ahora mis dos hijos son también sus clientecitos. Su peluquería reúne lo mejor de los dos mundos del estilismo. Antes los aparatosos y robustos sillones, con una tripa de piel a un lado para sacarle filo a la navaja, ahora minimalistas sillas. Antes un caramelo blanco, azul y rojo girando en la puerta, ahora sólo el nombre "Estética Fernando" pintado en la pared del establecimiento. Antes y ahora revistas miles desde GQ hasta TV Notas, el Esto y el Universal en una mesita de la sala de espera con dos sillones. Siempre corte por cita concertada vía telefónica, además ya es una tradición que a los jóvenes y niños les dé un vaso de coca (antes coquita en botella mini, la clásica), y a los adultos, con la debida discreción una cubita o un jaibol y la respectiva edición gringa del Playboy para relajarte mientras te meten tijera. Si te apetece está la ñora que hace los manicures y también te pueden dar tu rasurada con toallas calientes.

Amén de las comodidades, la charla sobre la familia, sobre la ex esposa que le robó en el divorcio la última peluquería con todo y la agenda de clientes, pero que se le apestó la mala onda porque sus fieles lo localizamos donde esté o nos quedamos greñudos para la eternidad. Yo soy su marchante porque es el único peluquero en el mundo que logra que mis mechas rebeldes y disparejas puedan acomodarse por lo menos de manera decente.

Mi devoción a mi Fígaro vitalicio me impidó ver que la mano derecha, con la que agarra con maestría la tijera, está semi paralizada y sólo mueve dos dedos, con los que abre y cierra las hojas del instrumento. Si no me lo dice Cyn el día que peluqueó por primera vez a Ari no me doy cuenta: para mí es perfecto, pero un día le fallé y me fallé a mí mismo.

Resulta que en un viaje a San Diego, tenía unos 12 añitos y mi tía Elsa pasaba por su etapa de "ahora seré estilista". Luego de un mes de resistirme, me convenció de cortarme "las greñas porque ya parecía hippie" y me sentó en la sala de su casa con una sábana enrollada y sujetada con un alfilersote para pañales en el cuello, y empezó su ritual. Una vez sentado no capté sus oscuras intenciones, y lo que parecía el lavado previo al corte, terminó en base. El horrible olor del químico que enchina el pelo me lo advirtió, pero era demasiado tarde, la persuasión de mi tía con las consabidas mentiras piadosas de que se quitaba rápido y que se veía muy "natural" fueron mucho para mi tierna edad y terminé como el hijo castaño de Cachirulo.

Me odié, me traicioné, me abandoné. Tuve ganas de mandarme al paredón, me sentía mi propio Guajardo, el peor de los Himmlers, el maestro de Judas. No era yo (¿me pueden imaginar con 12 años con el ondulado de Lionel Ritchie?). Ameritaba un juicio sumario, aplicación de la ley fuga, y lo peor ¿cómo iba a ir así a la secundaria? Sería el hazmerreír, la burla y los apodos me caerían como sapos del cielo.

Ante tal desacato, lo primero y mejor que pude hacer al regresar a México fue ir con mi peluquero a pedir la redención. Cuando me vio, movió la cabeza de un lado para otro lleno de decepción, dolido, pero con la tijera en la derecha y el peine negro en la izquierda tomó las puntas de la capa, la extendió en un capotazo hacia el sillón y con ese movimiento me invitó a reparar el daño cortando los infames rulos, hasta dejarme un aspecto casi del "yo" que era antes de la base.

Desde entonces no lo he vuelto a traicionar ni me he vuelto a traicionar, ni lo haré. Ahora que si un día me ven con el cabello a la cintura, ni me pregunten seguramente será porque Fer ha muerto o su mano paralizada no funciona más, pero no lo vuelvo y no me vuelvo a traicionar, lo juro.

6 comentarios:

  1. Jamás habría sospechado tal conflicto en tu cabellera. Te pido disculpas adelantadas si, cuando te sientes junto a mí, la miro con tus adjetivos en mente.

    Estaré pendiente cuando pase por el Parque para ubicar a Fernando.

    Qué manera, enorme, de empezar la mañana.

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  2. Los peluqueros como el buen Fer, o como la Rana (Narvarte), o como Don Carlos (Toluca) dejan una serie innumerable de activos para el cerebro y para el alma. A mí, la peluquería de la calle Bravo en Toluca, me presentó a Condorito sentado yo en un cojín forrado de piel color vino, con mi abuelo al lado, de corbata. También me presentó el libro vaquero, en sus versiones "voy pa'l hardcore y regreso". Hoy Don Othón (AKA La Rana), que fue parte del dote que recibí cuando me casé, me pone el mejor mambo lounge salsero y guapachoso que conozco y una sonrisa chigona y franca, muy lejos de los Metrosexuales sponsoreados por Loreál.

    Gran post!

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  3. Hay muchas cosas en mi vida en las que debí ser instruido por hombres, y que en cambio fueron mujeres las que me enseñaron. Una de ellas es la peluqueada.
    Durante toda mi niñez, Toñita. Luego Chagüis y luego una señora del mercado que jamás supe cómo se llamaba. Luego mis cuates me presentaron a Chava, un peluquero de Polanco a toda madre, pero que luego me transfirió con otro elemento de su local que nunca me convenció. Hace un mes, Yad me llevó con Mary y soy feliz. Moraleja: estoy destinado a que mi pelo sólo lo toquen las mujeres.

    La práctica (de postear cada semanalmente) hace al maestro. No me voy a cansar de decir que TE LO DIJE.

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  4. Huy, hasta dan ganas de viajar el DF a buscar al susodicho.
    Buen fin de semana.

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  5. jajaja, NUNCA te dejes cortar el pelo por una tía...yo igual, una de ellas tuvo la idea de ser una estilista de talla mundial y terminé con a orejita cortada...afortunadamente, el Tepescohuite hizo milagros...
    El pelo es un tema muy sensible...de hecho tengo pensado esperarme un día antes de irme para que me lo corte mi estilista de cabecera, para que, en marzo que regrese, le dé una despuntadita...
    Este ha sido tu mejor post...espontáneo, del corazón y verdaderamente arrepentido! ;o) jajaja!

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  6. jajaja! nononon, nada de cabello largo.. bien dicen por ahi: "pelo a la cintura, gata segura".. usted haga todo por mantener la clase.
    saludos!

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