martes, 5 de enero de 2010

Salado

Cuenta la leyenda urbana en mi familia que ella, en cuanto supo que estaba embarazada, empezó a vomitar como si el mundo se fuera acabar mañana, es decir, hace 50 años. Y fueron unas náuseas infames, que le empezaban al atardecer, le duraban lo que la luna en el cielo y le quitaron cualquier posibilidad de empezar el día de buenas.

Pronto habría de irse de viaje en camión rumbo a Laredo partiendo de la Ciudad de México. A nadie le sorprendía que el trayecto se tardara 3 días, pues se usaba que el camión se detuviera en las paradas oficiales y en cualquier punto donde un alma levantara el brazo a la orilla del camino. A bordo del autobús iban matrimonios, estudiantes, dos o tres muchachas solas que desviaban la mirada para no perder la virginidad, campesinos con sombrero de palma que llevaban bajo el brazo un guajolote de engorda o un lechón que rechinaba, vendedores de café, pan dulce y tortas de chorizo, familias de 7 u 8 miembros con el invariable pequeño con los pañales de tela percudidos de caca. El chofer, por lo general, escuchaba la XEB que iba ampliando su alcance en megahertz y que ambientaba el sobamiento del volante en las curvas interminables de la sierra. Ella, embarazadísima, entre olores y vaivenes, y su marido que no sabía qué hacer para que ambos tuvieran un segundo de paz.

Sal, dijo ella, algo salado. Y se le hacía agua la boca. Ahorita que se haga la parada, m'hija, la tranquilizó el marido. Pero el caminón se siguió de frente, desde Saltillo hasta San Antonio, porque la carretera estaba desierta y despoblada. Nadie alzó la mano en el acotamiento, no se quejaron las balatas. Todo derecho, hasta la frontera. Estando allá, parada obligada, el marido se bajó a un local en la terminal de autobuses. Era un restaurant. Y como sucedía en Estados Unidos hace 50 años, no se admitían negros, ni animales, los latinos y asiáticos eran vistos con recelo, no había comida rápida y cada negocio era supervisado por el dueño y su hijo.

El dueño, personalmente, atendió al marido. Pidió un hot dog en su inglés chapurrado. El dueño alzó la ceja y dijo: ya no hay. Bueno, entonces unas papas fritas. El dueño respondió: no está lista la freidora. Cualquier cosa salada, solicitó el marido. No tenemos, retó el dueño, lo siento. El marido no sabía qué, exactamente, había hecho mal para que le negaran el servicio. Jugó su última carta y pidió, triunfante: quiero sal para llevar. Salt to take.

De ninguna manera, dijo el dueño. El que sigue. Salt to take, insistía el marido. ¿Qué más le da, es salt to take? El hijo del dueño se acercó al marido y lo tomó del hombro, escoltándolo a la salida. El marido vio pasó cerca de un salero, que tuvo el impulso de robar. Quería y no podía, la situación era ya suficientemente humillante. No vuelva más, le indicó el hijo, imitando la voz ronca y déspota de su padre. El marido volvió al autobús sin respuesta. Ella lloró de náuseas y de coraje el resto del trayecto.

Cuenta la leyenda que cuando nació ese bebé, sus padres la recibieron con beneplácito y con su primera lección anglófona, presta: para llevar se dice "to go".

3 comentarios:

  1. No sé si esto es ficción o realidad. No sé si reir o llorar. Mejor aplaudo!

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  2. jajaja! Muy bueno muy bueno!!! Me encantó!!!
    Te extraño Mi'ja...

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  3. Una historia entrañable, que da para avergonzar las miserias del pasado y para apreciar el cambio.

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