lunes, 15 de marzo de 2010

Ponerse una jarra

Cada quién tiene sus placeres ocultos. Que le soben aquí, que le toquen allá, que le rasquen por acullá. Las mañas pueden ser tan extrañas como prohibidas, pero pues cada quién sabe qué transa con sus cositas.

A mí, por ejemplo, me gusta que me boleen los zapatos (qué dijeron, este guey ya reveló dónde le gusta ¿no?). Es como masajito a los pies, consentimiento bara bara y beneficio inmediato.

No tengo un bolero en particular, porque en México realmente es difícil toparse con un mal bolero (podríamos exportar su fuerza laboral). Pero últimamente, después de ir a comer, me paro en la esquina de Heriberto Frías y San Borja para que me dé grasa un don. Buena onda, amigable, platicador y, muy importante, que entiende cuando sólo quiero leer Metro y estar callado mientras él hace su trabajo.

La semana pasada apliqué el engrasado, y aprovechando la ocasión, le marqué a mi tío para saber cómo seguía mi abuelita, quien recientemente había tenido un problema de salud. Todo estuvo en orden, y cuando colgué, empecé a platicar con "El Don" sobre esa sacrosanta mujer que acaba de descubrir que siempre no tiene 89 años, sino 91, por un desfase en las actas de nacimiento, o no sé qué burocracia.

Después de mi explicación, "El Don" se arrancó a contarme la historia de su abuela, quien murió a los 102 años. Chale mi don. Pues sí, pero ella murió por equivocación. Ah caray, cómo que por equivocación mi don. Sí pues... a ella, a ella le gustaba el pulque. Y fumaba puros cigarros delicados. Y ya siempre le servíamos su pulque porque pus... eso tomaba. Un día estaba mi suegra en la casa, y mi abuela pidió su pulque. Pero al lado de la jarra de pulque, había un jarra de agua. Que se equivoca y que le sirve de esa a mi abuela. Que le toma y que se empezó a sentir mal, y mal y mal... y que se nos queda.

No creería de la existencia de este historia si no fuera porque a mí me la contaron. Desconozco si en realidad el agua puede matar a alguien. Sé de gente que ha tomado cerveza toda su vida y que jamás toma agua ni por equivocación, pero de eso a que el agua te pueda causar un paro o algo similar pues no.

Si la historia que me contó este bolero hubiera tenido lugar a principios del siglo XX y en vez de bolero hubiera sido un Presidente de México, no sé, Porfirio Díaz tal vez, mi amigo sería el creador de una de los modismos más comunes en el slang chilango: “Ponerse una jarra”.

El dato curioso estaría en las monografías, y los buenos profesores de historia contarían el génesis de la expresión en los salones de clase. Krauze contaría la anécdota de la abuelita de Díaz en una columna dominical en Reforma, a propósito de alguna borrachera pública de algún político perredista. Pasaría al inconsciente colectivo, y todos sabríamos explicar lo de “ponerse una jarra”, en fiestas y reuniones.

Pero mi bolero no es Porfirio Díaz, ni siquiera trabaja en la calle con dicho nombre. La única silla en la que se ha sentado es con la cual trabaja, para luego irse en su Topaz azul, a su casa en Iztapalapa, donde renta por 2 mil pesos.

Y su historia sólo vivirá en la blogósfera.

5 comentarios:

  1. Muy buena historia, digna de blogósfera.

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  2. Pero te tomaste el tiempo para desarrollarla y darle un lugar en este espacio del acontecer urbano. Eres un adorado, no cabe duda que tienes un corazón de pollito!
    Smack smackkkk

    Olis

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  3. El tránsito de lo oído a lo posteado es un elemento esencial de lo humano en este siglo.

    ¡Me encantó!

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  4. El agua hace daño, el don tiene razón. Aquí quedará asentado para la posteridad.

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  5. Hay que saber contar las historias.
    Muy buena!!
    NNK

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