Estudié en la ya socorridísima en este espacio secundaria diurna número 45 María Enriqueta Camarillo y Roa, y eso me marcó en muchos sentidos.
Uno de ellos fue que siendo un chavillo de 11 años y mientras corría el año de 1981 era imposible dejar de admirar a Fernando Valenzuela. Todos los niños de México soñábamos con ser pitchers y de los Dodgers.
Para acabar el cuadro mi secundaria está, porque ahí sigue, en avenida Cuauhtémoc esquina con Esperanza justo a dos cuadras de lo que ahora es un centro comercial pero que en sus mejores épocas fue el Parque del Seguro Social y mucho antes el Parque Delta.
Ahí donde ahora la gente compra Krispy Creams Donuts o un trapo, ahí pasé algunos de los más célebres momentos de mi pubertad. Todo parecía escrito para que los alumnos del primero "A" fuéramos unos peloterazos, ya que también sobre Obrero Mundial, pero a la altura de Vértiz había un gran terreno baldío que después fue la tienda del ISSSTE, pero que nos sirvió de campo para sacar nuestras ansias de ligamayoristas.
Un paraíso total que ahora no existe, pero que en su momento tenía un itinerario fijo que semana a semana llevábamos a cabo. De lunes a viernes buscar un pretexto para que nuestras mamás nos dieran un boleto del metro para ir a casa de Pedro a "hacer la tarea", luego la llamada a media tarde para pedir permiso para ir al juego. Un peso por cabeza y entrábamos felices a la zona de jardín general. El siguiente paso, como marines gringos, era esperar el momento adecuado en el que los granaderos que custodiaban el parque estuvieran descuidados para saltar al campo y correr despavoridos hasta la zona de preferente, brincando las bardas como prófugos de la justicia.
Mientras corríamos, invariablemente el público que ya medio llenaba el parque coreaba las corretizas que nos metían macana en mano los azules. Nunca nos agarraron, era como ver a Cantinflas escabullírsele a un cuico. Éramos la delicia de los asistentes, el show previo al juego. Más tarde la amenaza de los polis de irnos a buscar dentro de la tribuna, pero aunque lo intentaban, nunca nos aprehendían. Para acabar de ridiculizarlos todavía antes del grito de playbol nos escapábamos hasta la zona más cara y nos trepábamos sobre el dogout de los Diablos (porque primero perro que Tigre).
La rutina se repetía día a día de juego, porque el beisbol es un bendito deporte que se juega diario, unas veces de visita y otras de local, pero siempre.
Cierta ocasión cuando el poli de siempre nos correteaba se cayó en el jardín central y se embarró todo de tierra y lodo. Imagínense la rechifla, pero yo no sabía que eso no se iba a quedar así nada más. Era un Diablos-Tigres, la guerra civil y el Parque estaba hasta el gorro, noche de viernes y los tres pubertos de siempre tirados de panza sobre el techo del dogout. Chito Ríos era el lanzador de los felinos y fiel a su estilo cada lanzamiento era una espera de dos a tres minutos. Desesperante, un buen pitcher pero que hacía que la duración de los juegos se duplicara. Para acabarla de amolar el tipo venía bolero ese día, nomás no le atinada a la zona de strike, por lo que el parque se fue vaciando porque como la mayoría del público llegaba en metro no podían esperarse a que el mentado Chito tuviera bien apurarse, porque si lo hacían no regresaban a su casa.
Bola, bola, bola, strike, strike, y así 15 minutos. Tan cansados estábamos que se me ocurrió colgar del techo del dogout mis bracitos de escuintle que apenas comienza ver crecer vello en su cuerpecito. No contaba con que el rencoroso polipuerco se aprovecharía de que empecé a dormirme para llegar como loquito y asestarme un macanazo en mi codito.
Perro infeliz, me despertó y de qué manera. Niño que era, comencé a llorar y aunque ya quedaba menos de medio parque, diablos y tigres repudiaron al aprovechado. Gritos, cojinazos, mentadas y hasta agua de riñón le llovió al uniformado, mientras tiernamente la porrista número uno de los Pingos, una señora que se vestía toda de rojo y que era llamada "La Colorina", me consolaba y hasta me dio una lanita para unos tacos de cochinita.
En su momento la bola en mi articulación desapareció pero el dulce recuerdo del día en que el Parque cambió su grito de "bolero, bolero" para Chito al de "culero, culero" para mi verdugo, ese capítulo todavía me saca una sonrisa y seguro al ojeis del policía, con el favorcito de Dios, eso todavía le causa diarrea.
Uno de ellos fue que siendo un chavillo de 11 años y mientras corría el año de 1981 era imposible dejar de admirar a Fernando Valenzuela. Todos los niños de México soñábamos con ser pitchers y de los Dodgers.
Para acabar el cuadro mi secundaria está, porque ahí sigue, en avenida Cuauhtémoc esquina con Esperanza justo a dos cuadras de lo que ahora es un centro comercial pero que en sus mejores épocas fue el Parque del Seguro Social y mucho antes el Parque Delta.
Ahí donde ahora la gente compra Krispy Creams Donuts o un trapo, ahí pasé algunos de los más célebres momentos de mi pubertad. Todo parecía escrito para que los alumnos del primero "A" fuéramos unos peloterazos, ya que también sobre Obrero Mundial, pero a la altura de Vértiz había un gran terreno baldío que después fue la tienda del ISSSTE, pero que nos sirvió de campo para sacar nuestras ansias de ligamayoristas.
Un paraíso total que ahora no existe, pero que en su momento tenía un itinerario fijo que semana a semana llevábamos a cabo. De lunes a viernes buscar un pretexto para que nuestras mamás nos dieran un boleto del metro para ir a casa de Pedro a "hacer la tarea", luego la llamada a media tarde para pedir permiso para ir al juego. Un peso por cabeza y entrábamos felices a la zona de jardín general. El siguiente paso, como marines gringos, era esperar el momento adecuado en el que los granaderos que custodiaban el parque estuvieran descuidados para saltar al campo y correr despavoridos hasta la zona de preferente, brincando las bardas como prófugos de la justicia.
Mientras corríamos, invariablemente el público que ya medio llenaba el parque coreaba las corretizas que nos metían macana en mano los azules. Nunca nos agarraron, era como ver a Cantinflas escabullírsele a un cuico. Éramos la delicia de los asistentes, el show previo al juego. Más tarde la amenaza de los polis de irnos a buscar dentro de la tribuna, pero aunque lo intentaban, nunca nos aprehendían. Para acabar de ridiculizarlos todavía antes del grito de playbol nos escapábamos hasta la zona más cara y nos trepábamos sobre el dogout de los Diablos (porque primero perro que Tigre).
La rutina se repetía día a día de juego, porque el beisbol es un bendito deporte que se juega diario, unas veces de visita y otras de local, pero siempre.
Cierta ocasión cuando el poli de siempre nos correteaba se cayó en el jardín central y se embarró todo de tierra y lodo. Imagínense la rechifla, pero yo no sabía que eso no se iba a quedar así nada más. Era un Diablos-Tigres, la guerra civil y el Parque estaba hasta el gorro, noche de viernes y los tres pubertos de siempre tirados de panza sobre el techo del dogout. Chito Ríos era el lanzador de los felinos y fiel a su estilo cada lanzamiento era una espera de dos a tres minutos. Desesperante, un buen pitcher pero que hacía que la duración de los juegos se duplicara. Para acabarla de amolar el tipo venía bolero ese día, nomás no le atinada a la zona de strike, por lo que el parque se fue vaciando porque como la mayoría del público llegaba en metro no podían esperarse a que el mentado Chito tuviera bien apurarse, porque si lo hacían no regresaban a su casa.
Bola, bola, bola, strike, strike, y así 15 minutos. Tan cansados estábamos que se me ocurrió colgar del techo del dogout mis bracitos de escuintle que apenas comienza ver crecer vello en su cuerpecito. No contaba con que el rencoroso polipuerco se aprovecharía de que empecé a dormirme para llegar como loquito y asestarme un macanazo en mi codito.
Perro infeliz, me despertó y de qué manera. Niño que era, comencé a llorar y aunque ya quedaba menos de medio parque, diablos y tigres repudiaron al aprovechado. Gritos, cojinazos, mentadas y hasta agua de riñón le llovió al uniformado, mientras tiernamente la porrista número uno de los Pingos, una señora que se vestía toda de rojo y que era llamada "La Colorina", me consolaba y hasta me dio una lanita para unos tacos de cochinita.
En su momento la bola en mi articulación desapareció pero el dulce recuerdo del día en que el Parque cambió su grito de "bolero, bolero" para Chito al de "culero, culero" para mi verdugo, ese capítulo todavía me saca una sonrisa y seguro al ojeis del policía, con el favorcito de Dios, eso todavía le causa diarrea.
me encantan tus post
ResponderEliminarSaludos!
IC
Pinche Pip desquiciante y mustio. Qué buen suspenso hasta saber quién era el bolero. Y la zona me es muy familiar, lo cual me hizo disfrutarlo más.
ResponderEliminarYo le tengo un cariño especial a Parque Delta, pero cada vez que leo tus posts de la secundaria (y este, en especial) me haces viajar en el tiempo y así, en tus relatos, me gusta mucho más.
ResponderEliminarTuve la fortuna de pasar gran parte de mi infancia en dicho parque, siempre acompañado de mi querido abuelo quien por mala suerte es diablo de corazón y yo un orgulloso tigre, al paso de los años ya en la prepa tuve el gusto de jugar en el parque del seguro social, enfrente tanto a Diablos como a Tigres. Tu post me hizo recordar grandes momentos gracias.
ResponderEliminarYo probé los taquitos de cochinita ya en el foro sol y dice mi papá q no saben igual.
ResponderEliminarQ divertido y q chido q recuerdes y transmitas tan bien tus anécdotas.
Saaaaaludos !!!!
NNK