viernes, 16 de octubre de 2009

Ahora ni locos



Lejos están aquellos tiempos donde las calles estaban llenas de juego, de vida de niños que como yo o como tú, teníamos como parque y jardín el primer pedazo de asfalto u hormigón que tuviéramos afuera de nuestras casas y edificios.

Daniel acostumbraba, lleno de valor, a enfrentar a mi mamá a media tarde para decirle: - Lupita, no sea mala, deje a Pepe y a Nacho salir a jugar.
- Siempre pero siempre mi mamá le decía, "es que su papá llega a las 7:30 y no le gusta que anden de vagos, además no se han bañado ni boleado sus zapatos".
- "Yo les ayudo cuando regresemos, no nos tardamos".

Bajábamos los escalones de dos en dos o de tres en tres, los dos pisos que nos separaban de la diversión que nos proporcionaba la banqueta de Avenida Cuauhtémoc y el balón o pelota salver roja, lo que hubiera, caía por el tragaluz aventado por alguno de nosotros, que ansioso lo echaba como en señal de liberación.

El "gol-para", los "centros", los "penales" y las chilenas se sucedían uno a uno, simpre turnándonos la portería, que en un principio eran dos postes que ponían los vecinos para evitar que se estacionaran coches sobre la acera y luego, al cerrar los negocios aledaños, el arco era la cortina de metal de los mofles o de la tienda de clósets que quedaba en el número 852.

Invariablemente, nos daban las seis, las siete y a las 7:25 de la tarde, cuando el sol ya campeaba en el horizonte, se aproximaba la figura de mi papá a lo lejos, caminando desde el metro Eugenia, y salíamos corriendo despavoridos al departamento.

Una vez arriba, mi mamá nos regañaba porque mi papá le echaría en cara nuestra desobediencia y había dos posibilidades: una, que mi padre no nos hubiera visto y que en cuatro movimientos saéticos nos desprendiéramos de los tenis panam, calcetines, short, playera y calzones, brincáramos juntos a la regadera y que en un duchazo más rápido que el aleteó de un colibrí estuviéramos saliendo de la regadera, un par de minutos después de que mi papá abriera la puerta.

La segunda era que nos hubiera alcanzado a ver, y entonces, lo que procedía era la discusión entre él y mi mamá. Ella argumentaría que éramos unos pobrecitos chamacos encerrados todo el día, que no hacíamos deporte y que nada nos pasaba en la calle, al mismo tiempo, pero en modo colérico, él se empeñaría en subrayar que no quería un par de hijos malvivientes, que se la pasaran en la calle y que para eso teníamos casa, para estar ahí. En fin, dos nalgadas, tres jalones de orejas y a dormir, pero lo jugado nadie nos lo quitaba, pero paradójicamente, en el fin de semana ya fuera que visitáramos a un familiar o compadre o que fuéramos los anfitriones, a media tarde terminábamos pateando un balón o montados en una bici en plena calle, ¿por qué? Porque las calles eran un lugar seguro en Iztapalapa, Narvarte, San Andrés o donde fuera.

Niños de todos los tamaños hasta jóvenes compartíamos banquetas y arroyos vehiculares para tochear, pambolear, para los quemados o el STOP. Ningún papá se preocupaba, y ya quisiera ver hoy eso, perro es imposible, ahora puedes quedar como estampilla pegado al piso luego del paso desenfrenado de un taxi ecológico o peor aúnte pueden subir a un carro y terminarás como carne de cañón de algún pedófilo, tipo el gober precioso.

Pero en esos tiempos cuyos vestigios ya se extinguen eran una cosa bonita, una cosa social, eso de pedir el primer permiso al tío para que dejara salir al primo, mientras en la sala o comedor comenzaba a correr el Sauza o el don Pedro o las frías Coronas. Dos horas después regresábamos en tropel a pedir dinero para gastar, y no había papá que no quisiera parecer espléndido, mucho más cuando pedíamos algo de tomar porque teníamos sed, entonces los señores replicaban "no tomen coca que esa es para las cubas, mejor tengan este dinero y compren unos boings o unas fantas".

En puntos la lana para la tiendita brotaba de los bolsillos como lodo de las coladeras de Valle Dorado en plena inundación. Corrían las horas y las retas en plena calle ya se hacían sin luz, y fácilmente nos daban las 12 o 1 de la mañana, o hasta que una mamá tomaba del brazo a su caudillo los subía a untaxi o un carro y se terminaba la tertulia.

Las borracheras no terminan, pero ahora los niños están encerrados pegándole al Wii, tomándose la coca de las cubas, porque ni de loco mandas sólo a un niño a la calle.

6 comentarios:

  1. ¿Tú llegaste a ver Eugenia con camellón? Es una de la historias que más me gustaba escuchar de mi abuelo.

    Se extingue la Del Valle, de donde soy nativo, esa colonia que antes tenía todo en el buen sentido de la palabra, y ahora también en el malo.

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  2. Esta semana sí que nos brotó el sentimiento ¿eh? Pa q vean que los korovos somos seres sensibles y no meras caras bonitas, jajajaja.

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  3. Y eso de ver a Eugenia con camellón suena a romance de secundaria entre la chava fresa y el tacubito chacal que la esperaba afuera de la escuela.

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  4. Termina la semana en el Korova Milkbar sí, con esa sensación de que los apañó la nostalgia. Imaginome que el tema ayudó a eso y se nota a leguas.

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  5. Yo jugué STOP y siempre elegía Suiza como país, jajajaja!!!!!!!!!!!! Vaya recuerdos XOSEAN.

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  6. La vida era otra, ciertamente. ¡Hasta yo salía a jugar en las calles!

    Es el México que se nos fue.

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